La revolución de las manzanas
El urbanismo consiste en hacer cosas juntos que alguien no quiere que hagas: todo lo demás es especulación
Barcelona ha sido objeto de atención internacional por su propuesta de transformación urbana en el Eixample a través de la creación de las ‘supermanzanas’. Juntando nueve de las manzanas que Ildefons Cerdà propuso en el Plan de 1859 [muy distintas de las realizadas] se quiere reducir el tráfico automovilístico en las calles y plazas en el interior del perímetro de la supermanzana, limitándolo a las calles perimetrales, para solucionar los graves problemas de la contaminación, la casi ausencia de áreas verdes, el reducido espacio para las personas por la omnipresencia del automóvil. El proyecto crea en cada supermanzana cuatro plazas, transformando los cruces en su interior en zonas destinadas principalmente a las personas. Es una propuesta que —si será realizada en su totalidad— cambiaría profundamente la ciudad.
El núcleo de la cuestión es el siguiente: ¿estamos ante un cambio que confirma los elementos que constituyen la ciudad neoliberal limitándose a corregirlos con la introducción de [necesarias y muy útiles] medidas para reducir la contaminación atmosférica y acústica y crear zonas peatonales o bien se trata de una oportunidad para criticar radicalmente a través del urbanismo la economía neoliberal, su estructura productiva, su voracidad, su desconocimiento de la ética, su desigualdad, su devastación del ambiente?
La atención internacional hacia el proyecto ha sido acompañada por la reciente [y previsible] furia de una parte de los residentes en la zona de realización de la primera supermanzana en el Poble Nou, debido a la concentración del tráfico, inmutado en cantidad y naturaleza por los inmutados hábitos de las personas que siguen utilizando el coche para desplazarse por la ciudad, en las calles perimetrales y la carencia de lugares para el rito sagrado del aparcar. Ante estas críticas hay que detenerse y reflexionar.
Aquí no queremos analizar cuestiones técnicas, flujos de automóviles, direcciones, señalización, número de plazas de aparcamiento. Queremos, al contrario, en primer lugar enfocar la atención en la resistencia y las críticas a las supermanzanas por parte de sus habitantes, luego analizar los elementos que podrían convertir las supermanzanas en una herramienta para un cambio sustancial.
La resistencia al proyecto puede ser explicada a través de dos elementos. El primero, con raíces profundas, es el problema cultural-educativo: ¿acaso la furia ciega causada por el atentado al carácter sagrado del automóvil revela un problema de fondo en el sistema (des)educativo, cuya principal finalidad es enseñar a aceptar el status quo de la sociedad neoliberal sin preguntar, sin cuestionar sus fundamentos, silenciando cualquier búsqueda de horizontes distintos?
El elemento (aún) sagrado de nuestra época —el automóvil— a pesar de su evidente acción destructora de la vida de la ciudad, es el núcleo de la cuestión. Este dios extraño sigue siendo venerado por la mayoría de las personas. Sin embargo, como todos los dioses, el automóvil limita la libertad —aún más en la ciudad— además de contaminar el aire, minar nuestra tranquilidad con su ruido hipnótico, nuestras vidas con los accidentes, y apoyar a la industria petrolera, la industria farmacéutica, los tratamientos psicológicos, las compañías de seguro, los préstamos de las entidades bancarias, entre otras cosas. Limita la libertad: como es sabido desde hace décadas —o sería necesario saber y enseñar en la llamada educación obligatoria— la velocidad real de un automóvil es de 6 kilómetros por hora.
El americano típico consagra más de 1 600 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos para las carreteras federales y los estacionamientos comunales. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él, se ocupa de él o trabaja para él […] Pero si nos preguntamos de qué manera estas 1 600 horas contribuyen a su circulación, la situación se ve diferente. Estas 1 600 horas le sirven para hacer unos 10 000 km de camino, o sea 6 km en una hora. Es exactamente lo mismo que alcanzan los hombres en los países que no tienen industria del transporte. Pero, mientras el norteamericano consagra a la circulación una cuarta parte del tiempo social disponible, en las sociedades no motorizadas se destina a este fin entre el 3 y 8 por ciento del tiempo social. Lo que diferencia la circulación en un país rico y en un país pobre no es una mayor eficacia, sino la obligación de consumir en dosis altas las energías condicionadas por la industria del transporte. | Ivan Illich, Energía y equidad [1974]
Sustituir el automóvil por la bicicleta en la ciudad es una necesidad urgente desde hace décadas. La alta eficiencia energética de la bicicleta, su presencia crítica hacia la economía neoliberal, su independencia de los combustibles fósiles —léase las guerras y la devastación ambiental— y de todo lo relacionado con la industria de la automoción son elementos fundamentales para impulsar un cambio radical en la manera de enfocar los problemas de nuestra época. La cuestión de la veneración del automóvil se podría solucionar con una verdadera acción educativa que contraste el bombardeo de los medios de formación y deformación de masas, con intereses en apoyar a la industria automovilística, las compañías de seguros, etc. [que financian los periódicos a través de la publicidad y el contenido patrocinado], una acción educativa realizada en las calles, los parques, los patios, los centros sociales, los periódicos realmente independientes y críticos que ayude a comprender los problemas de nuestra época, un proceso que requiere tiempo y esfuerzo. La contestada supermanzana podría ser el inicio del fin del automóvil en la ciudad si se convierte en el catalizador de un cambio cultural profundo.
El segundo elemento que queremos destacar en relación con las protestas es el insuficiente sentimiento de apropiación del proyecto por parte de las personas que habitan el lugar, debido a la insuficiente participación en su génesis y realización. Para poder sentir propio un lugar —público o privado— es necesario crearlo, modificarlo, habitarlo, penetrarlo. La sensación de imposición de un proyecto, o de insuficiente participación en su creación y realización, siempre creará oposición, directa o indirectamente. Aunque haya habido momentos de diálogo con los habitantes del barrio evidentemente no han sido suficientes, en cantidad o naturaleza.
Para que las supermanzanas se conviertan en una herramienta para un cambio profundo, desestabilizando la estructura de la ciudad neoliberal, escolarizada, obediente a los poderosos, y contribuyendo al establecimiento de una ciudad humana, cooperativa, solidaria, igualitaria, que respete los delicados equilibrios naturales, queremos destacar el papel fundamental de otro elemento: la agricultura urbana. No estamos hablando de organizar algunos huertos más para mejorar la imagen de la ciudad, que se convertiría automáticamente en sostenible y en un modelo para otras ciudades, no estamos hablando de huertos para que las ‘personas mayores’ —consideradas como un problema cuando dejan de producir, en vez de ser respetadas como depositarias de sabiduría y memoria— estén ocupadas después de una vida de trabajo dependiente. Aún menos estamos hablando de crear una moda más, vacía, mercantilizada, savia de la economía neoliberal que todo lo devora. Precisamente lo contrario. La agricultura urbana puede ser el catalizador de una transformación lenta y profunda de la ciudad en su totalidad, que interesa múltiples ámbitos, desde la soberanía alimentaria y la defensa del ambiente hasta la economía, desde la verdadera educación hasta la reconquista de la autonomía personal y el apoyo mutuo entre iguales, a condición de que sea propuesta, organizada, vivida, compartida activamente por las personas que habitan la ciudad.
Barcelona tiene 1076 hectáreas de parques y jardines públicos (sin contar el Collserola), lo que significa una media de 6,64 m² de verde por habitante, mucho menos de lo que ofrecen otras ciudades (Praga, por ejemplo, tiene 2650 hectáreas de parques urbanos —sin contar los parques naturales y los bosques— o sea una media de 21.34 m² por habitante). En el Eixample los números bajan sensiblemente: 1.85 m² por habitante, debido, entre otros factores, a la deformación y desnaturalización —en sentido literal— del Plan Cerdà durante su realización [la especulación, desde luego, fue su causa principal]. La falta de áreas verdes en el Eixample es pues grave y requiere una intervención enérgica y urgente para que se pueda vivir de manera plena y saludable.
En una ciudad como Barcelona, en la que —a pesar de las numerosas y loables iniciativas adoptadas por el ayuntamiento para intentar solucionar los problemas de la ciudad— el número de personas que vive dificultades serias es alto, el cultivo de alimentos en la ciudad por un lado tendría un fuerte valor simbólico, al ser una oportunidad para superar la aceptación pasiva de un sistema devastador, por el otro aportaría una infinidad de efectos positivos a corto plazo e impulsaría cambios profundos a largo plazo.
Entre otros:
* Ofrecería a las personas alimentos gratuitos [en el programa de Barcelona en Comú se indica la intención de ‘asegurar el derecho a la alimentación básica’]
* Mejoraría la calidad del aire y el microclima. La presencia de miles de árboles frutales purificaría el aire [reduciendo los niveles de ozono, dióxido de nitrógeno, dióxido de azufre, las partículas PM10] aportando importantes beneficios para la salud, atenuaría el ruido, proporcionaría zonas de sombra, enriquecería la fauna y flora silvestres en el entorno urbano, reduciría los niveles de dióxido de carbono contribuyendo a la lucha contra el cambio climático y regularía la temperatura a nivel microclimático de forma natural, además de aportar belleza a cada cambio de estación
* Impulsaría la cooperación, las relaciones sociales, el apoyo mutuo, el diálogo entre iguales en una sociedad en la que predomina la competición a todos los niveles, de la cuna a la tumba [en la escuela, el trabajo, las relaciones, la política, la universidad, las actividades sociales, el deporte, etc.]. Usando las palabras de Richard Sennet, “una ciudad que obligue a los hombres a decirse, unos a otros, lo que piensan, y realizar de esta forma una condición de recíproca compatibilidad”
* Mejoraría la relación personal con la naturaleza, su conocimiento, la cultura de la biodiversidad frente a la lógica del monocultivo de las corporaciones, la conquista y devastación de la naturaleza por fines lucrativos
* Junto con la sustitución del automóvil por la bicicleta y una decidida apuesta por el decrecimiento la agricultura urbana contribuiría a aliviar el problema energético, reduciendo el consumo de combustibles fósiles utilizados para transportar los alimentos desde regiones y países [o incluso continentes] lejanos, a la vez que disminuiría el tráfico en la ciudad debido al transporte de alimentos
* Impulsaría la filosofía vegetariana y vegana más allá de las modas y la mercantilización para reflexionar sobre la relación entre seres humanos y animales y la defensa de los derechos de estos últimos —que no son máquinas al servicio del hombre, a pesar de lo que pensaba Descartes—, sobre los problemas éticos y ambientales, contribuyendo de manera importante a la lucha contra el cambio climático —al ser el proceso de producción de la carne y la leche una de las causas principales del calentamiento del planeta y de los procesos de destrucción de las selvas tropicales por el avance de la frontera agrícola debido a la producción de piensos
* Contribuiría a impulsar la educación en y a través de la ciudad, fuera del edificio escolar, convirtiendo la ciudad en un lugar educativo. La observación del proceso de cultivo de los alimentos, desde la semilla —defendiendo la biodiversidad, usando las semillas locales tradicionales sin patentes, recuperando la sabiduría tradicional— hasta el acto de cosechar, sustituiría la idea perversa según la cual los alimentos son una mercancía que sale de una cinta transportadora, envasada por manos desconocidas, lejanas y [a menudo] sin derechos, en un envase de plástico con código de barras, vendida por algún especulador que cosecha los frutos del trabajo de otras personas. El programa del Ayuntamiento ‘Huertos escolares’, sin duda útil y positivo, ya no sería necesario, al desarrollarse en la ciudad como parte de la vida, sin recurrir a la escuela. Es necesario devolver a la ciudad su papel educador. La organización de espacios para la agricultura urbana en el Eixample sería uno de los catalizadores de la desescolarización de la ciudad, del derrumbe de todo un sistema de valores que la llamada escolarización obligatoria enseña —disfrazados de libertad de elección— a través de la aceptación de la sociedad neoliberal tal como está
* Difundiría los métodos de cultivo orgánicos, el conocimiento de los ecosistemas, la comprensión de los delicados equilibrios naturales, una sensibilidad nueva hacia la vida, hoy desconocida
* Contribuiría a acercar la ciudad a la democracia real, hoy en día inexistente
El Ayuntamiento tendría la única función de presentar, a través de una información honesta, profunda y detallada, los problemas no sólo a nivel urbano sino a una escala más amplia, luego discutir, proponer y coordinar la acción de las personas en una verdadera democracia participativa.
En el contexto de un fuerte deterioro de la democracia que estamos viviendo en las últimas décadas —de facto vivimos en una oligarquía— la función del urbanismo es la de contribuir a romper el vínculo de la ciudad con el Mercado y actuar para desestabilizar el actual equilibrio opresor hacia los más frágiles ofreciendo las herramientas individuales y colectivas para realizar una democracia participativa, sin excluir a ninguna persona. La única obra-propuesta que el Ayuntamiento tendría que realizar, con un fuerte valor simbólico, sería trazar un círculo en el centro de cada cruce del Eixample y remover la capa de asfalto.
Ante la presencia de un espacio vacío, en el centro de cada cruce-plaza, un lugar en el que no entre el Mercado, el poder, un espacio que nadie pueda vender, comprar, explotar, alquilar o usar como aparcamiento, alrededor de este espacio volver a pensar y organizar la ciudad todos juntos, sin exclusión. Eliminar la capa de asfalto, que por décadas nos ha alejado de la tierra impermeabilizando por completo la ciudad, impermeabilizando nuestra sensibilidad, y poner en el centro una fuente de agua pública, gratuita, de calidad, bien común fuera del mercado, y alrededor de la fuente cultivar verduras y frutas para quien las necesite, manzanas que alimentan sin calcular. La manzana está ahí, colgando de un árbol, una posibilidad de cambio hacia una época nueva. Una manzana fruto de la economía social, sin código de barras, cada una con un sabor distinto. La manzana, fruto de la tierra, redentora de la metrópoli, alimenta a las personas independientemente de su pasaporte o su cuenta bancaria. Eso sería el punto de partida para superar la mercantilización de la vida y volver a relacionarse con los elementos naturales dentro de un contexto urbano del siglo XXI. Alimentos y belleza para todos, sin intermediación, para emprender un cambio sustancial, lento, profundo.
En el espacio simbólico donde el poder no entra [en la web del Ayuntamiento se lee: ‘El programa d’horts urbans a Barcelona es duu a terme en col·laboració amb els districtes i compta amb la col·laboració de la Fundació La Caixa’. Ante la colusión entre los bancos y el poder político es necesario eliminar cualquier relación del Ayuntamiento con los bancos. Hasta que se mantenga la ‘colaboración de la Fundación La Caixa’ cualquier cambio se convierte en un simulacro que no incide realmente en la organización de la ciudad], en el espacio, pues, para la vida democrática, eliminar el asfalto y presentar la tierra y el agua como bien común representa una posibilidad otra para una ciudad radicalmente distinta y adquiere un significado simbólico y efectos prácticos importantes.
Lejos de ser una vuelta atrás, como si la historia fuese un proceso lineal en el que lo que viene después es indiscutiblemente progreso, introducir la agricultura urbana y poner en el centro el agua como bien común significa considerar el pasado como un instrumento para cambiar el presente. De los errores y horrores de la gran mayoría de la planificación urbana del siglo XX que olvidó la vida hay que aprender rápidamente cambiando los fundamentos de la manera de vivir la ciudad, enfrentando los problemas económicos, alimentarios, climáticos, sociales, ambientales, culturales, estéticos en el marco de una democracia participativa entre iguales basada en la justicia social y ambiental, la salud no mercantilizada, la producción alimentaria fuera de las corporaciones, los comunes, la cultura popular, la memoria, la autonomía de pensamiento, la educación como proceso de liberación, libertario.
El centro comercial Illa Diagonal, obra de Rafael Moneo y Manuel de Solà-Morales de 1993, se encuentra en el Eixample. La primera piedra que se colocó contiene en su interior —según afirma la web del centro comercial— una póliza de seguros y un certificado de depósito. Los símbolos de nuestra época. El cambio lento y profundo, el verdadero progreso, empezaría eliminando la capa de asfalto, volviendo a la tierra y sustituyendo, como elementos símbolo de una nueva época, la póliza de seguros y el certificado de depósito por unas semillas y una fuente de agua pública.
Esta sustitución de elementos beneficiaría a la mayoría de las personas, excepto los especuladores. Como decía Orwell, «El periodismo consiste en decir cosas que alguien no quiere que digas: todo lo demás son relaciones públicas», en el contexto de la ciudad neoliberal se puede decir: «El urbanismo consiste en hacer cosas juntos que alguien no quiere que hagas: todo lo demás es especulación».
Wayward Wandering
Artículo, edición original en Perspectivas anómalas
Artículo publicado en Seres Urbanos | El País
Fotografía [banner]: Wayward Wandering
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